Esta es la historia de cuatro hombres buenos, honrados, comprometidos, que fueron asesinados en 1936. Es una historia tristemente repetida en cientos, tal vez miles, de pueblos grandes y pequeños de España diezmados por los fascistas con matanzas perfectamente planificadas, en lo que fue, a mi entender, una verdadera “limpieza étnica”.
Luis Torres, Marcelino Navarro, Gregorio Torres y Feliciano Lapuente no merecían morir así, ajusticiados en el monte por quienes se oponían a cualquier tipo de progreso y de mejoras para el pueblo pero no a los privilegios de los ricos y de los de siempre.
Ellos no pueden, evidentemente, contar su historia. Tampoco pudieron, por miedo, sus mujeres –nuestras abuelas o bisabuelas-. Ni siquiera sus hijos e hijas –nuestros padres y madres- a los que ni siquiera les permitieron conocerlos, se atrevieron. Todos estaban amenazados con la cárcel o algo peor si hablaban más de la cuenta. A nosotros, que somos ya los nietos y los bisnietos, nos lo han contado siempre en voz baja, mirando a todos lados, evitando oídos ajenos. No sólo les dejaron sin padres. Les impusieron la losa del silencio, del temor, del “olvido”.
Pero no olvidaron. Tampoco nos dejaron a nosotros olvidarnos. Personalmente siento la necesidad de contar lo que me contaron, emprendiendo junto a otros compañeros, nietos como yo, algunos bisnietos ya, de aquellos hombres buenos, un viaje en pos de su recuerdo. Y quiero también que todos sepan de ellos y del calvario que pasaron nuestras abuelas y nuestras madres. Basta ya de silencio. Esta es su historia.
La historia comienza en Torrellas, pueblo ubicado en la actual Comarca de Tarazona y el Moncayo, al oeste de la provincia de Zaragoza, de cuya capital dista 88 kilómetros. De alrededor de 300 habitantes, era el típico pueblo en el que la gente se dedicaba a faenas agrícolas o ganaderas y, cuando podían, se empleaban como jornaleros en lo que iba saliendo, pues la vida en los años 30 era dura. La pobreza y el analfabetismo, a pesar de los esfuerzos de la República, eran moneda común.
Seguramente Luis, Marcelino, Gregorio y Feliciano estaban condenados a muerte desde mucho antes. Con toda seguridad figuraban en las listas negras que la “gente de ley y orden”, los terratenientes y los ricos del pueblo, los beatos y los “ratones de sacristía” –como los llamaba mi abuela- tenían confeccionadas con los nombres de todos aquellos sospechosos de defender, de una u otra forma, a la República.
Ellos, los cuatro, lo sabían. Seguramente lo hablaban entre ellos viendo cómo se iban poniendo las cosas sobre todo desde que en julio se habían sublevado las tropas de Franco. Cada vez más inquietos, no faltaba quien aconsejaba que huyeran todos del pueblo, antes de que fuera demasiado tarde. Pero siempre terminaban diciendo, como para tranquilizarse, “¿quién va a querer hacernos daño a nosotros, si todos saben que somos buenas personas?”.
Pero todos sabían, en el fondo de su alma, que su protagonismo político o sindical o simplemente el ser “de izquierdas” les podía deparar un final trágico si los fascistas tenían éxito y si los que había en el pueblo, agazapados, esperando, preparando las armas, les secundaban.
Ellos, los cuatro, andaban como siempre en sus tareas, sin sospechar que aquel día, 19 de octubre de 1936, sería el último de su vida. De noche, como los ladrones, vinieron a detenerles. En cuadrilla, como los cobardes, se los llevaron para interrogarles en el cuartel de la Guardia Civil. Algunos volvieron a casa, pero no se hacían ilusiones. Horas más tarde volvieron a buscarlos. Ninguno volvió ya.
No sabemos si fueron torturados, como lo fueron tantos otros. De lo que sí estamos seguros es de que no tuvieron ningún tipo de juicio, ninguna defensa. Aquella misma noche fueron asesinados cobarde, alevosamente. Algunos testigos oculares contaron que uno de ellos, que “llevaba alpargatas blancas” aún vivía cuando lo vieron. Siempre hemos creído que se trataba de mi abuelo, Feliciano Lapuente.
Sus cuerpos fueron llevados al cementerio de la cercana localidad de Agreda, en Soria, a poca distancia de Torrellas, y enterrados como “desconocidos” en una fosa común en el cementerio civil junto a los restos de personas no aptas, según la Iglesia, para ser enterradas de una forma digna, “como Dios manda”.
Gracias a una persona que les conocía, pues se dedicaba a la venta ambulante por todos aquellos pueblos, y que vio donde eran enterrados, pudieron saber sus angustiadas familias el paradero de los suyos. Al día siguiente se trasladó a Torrellas y contó, superando su propio miedo y el pánico cerval que se había instalado en el pueblo, lo que había visto. Fue una suerte para las familias, dentro de la desgracia, saber dónde podían ir a visitar a sus muertos. Muchos de los familiares de tantísimos asesinados como los nuestros llevan la pena en el corazón de que nunca sabrán dónde buscar a los suyos. Para ellos, un abrazo y nuestra solidaridad.
Luis Torres, Marcelino Navarro, Gregorio Torres y Feliciano Lapuente no merecían morir así, ajusticiados en el monte por quienes se oponían a cualquier tipo de progreso y de mejoras para el pueblo pero no a los privilegios de los ricos y de los de siempre.
Ellos no pueden, evidentemente, contar su historia. Tampoco pudieron, por miedo, sus mujeres –nuestras abuelas o bisabuelas-. Ni siquiera sus hijos e hijas –nuestros padres y madres- a los que ni siquiera les permitieron conocerlos, se atrevieron. Todos estaban amenazados con la cárcel o algo peor si hablaban más de la cuenta. A nosotros, que somos ya los nietos y los bisnietos, nos lo han contado siempre en voz baja, mirando a todos lados, evitando oídos ajenos. No sólo les dejaron sin padres. Les impusieron la losa del silencio, del temor, del “olvido”.
Pero no olvidaron. Tampoco nos dejaron a nosotros olvidarnos. Personalmente siento la necesidad de contar lo que me contaron, emprendiendo junto a otros compañeros, nietos como yo, algunos bisnietos ya, de aquellos hombres buenos, un viaje en pos de su recuerdo. Y quiero también que todos sepan de ellos y del calvario que pasaron nuestras abuelas y nuestras madres. Basta ya de silencio. Esta es su historia.
La historia comienza en Torrellas, pueblo ubicado en la actual Comarca de Tarazona y el Moncayo, al oeste de la provincia de Zaragoza, de cuya capital dista 88 kilómetros. De alrededor de 300 habitantes, era el típico pueblo en el que la gente se dedicaba a faenas agrícolas o ganaderas y, cuando podían, se empleaban como jornaleros en lo que iba saliendo, pues la vida en los años 30 era dura. La pobreza y el analfabetismo, a pesar de los esfuerzos de la República, eran moneda común.
Seguramente Luis, Marcelino, Gregorio y Feliciano estaban condenados a muerte desde mucho antes. Con toda seguridad figuraban en las listas negras que la “gente de ley y orden”, los terratenientes y los ricos del pueblo, los beatos y los “ratones de sacristía” –como los llamaba mi abuela- tenían confeccionadas con los nombres de todos aquellos sospechosos de defender, de una u otra forma, a la República.
Ellos, los cuatro, lo sabían. Seguramente lo hablaban entre ellos viendo cómo se iban poniendo las cosas sobre todo desde que en julio se habían sublevado las tropas de Franco. Cada vez más inquietos, no faltaba quien aconsejaba que huyeran todos del pueblo, antes de que fuera demasiado tarde. Pero siempre terminaban diciendo, como para tranquilizarse, “¿quién va a querer hacernos daño a nosotros, si todos saben que somos buenas personas?”.
Pero todos sabían, en el fondo de su alma, que su protagonismo político o sindical o simplemente el ser “de izquierdas” les podía deparar un final trágico si los fascistas tenían éxito y si los que había en el pueblo, agazapados, esperando, preparando las armas, les secundaban.
Ellos, los cuatro, andaban como siempre en sus tareas, sin sospechar que aquel día, 19 de octubre de 1936, sería el último de su vida. De noche, como los ladrones, vinieron a detenerles. En cuadrilla, como los cobardes, se los llevaron para interrogarles en el cuartel de la Guardia Civil. Algunos volvieron a casa, pero no se hacían ilusiones. Horas más tarde volvieron a buscarlos. Ninguno volvió ya.
No sabemos si fueron torturados, como lo fueron tantos otros. De lo que sí estamos seguros es de que no tuvieron ningún tipo de juicio, ninguna defensa. Aquella misma noche fueron asesinados cobarde, alevosamente. Algunos testigos oculares contaron que uno de ellos, que “llevaba alpargatas blancas” aún vivía cuando lo vieron. Siempre hemos creído que se trataba de mi abuelo, Feliciano Lapuente.
Sus cuerpos fueron llevados al cementerio de la cercana localidad de Agreda, en Soria, a poca distancia de Torrellas, y enterrados como “desconocidos” en una fosa común en el cementerio civil junto a los restos de personas no aptas, según la Iglesia, para ser enterradas de una forma digna, “como Dios manda”.
Gracias a una persona que les conocía, pues se dedicaba a la venta ambulante por todos aquellos pueblos, y que vio donde eran enterrados, pudieron saber sus angustiadas familias el paradero de los suyos. Al día siguiente se trasladó a Torrellas y contó, superando su propio miedo y el pánico cerval que se había instalado en el pueblo, lo que había visto. Fue una suerte para las familias, dentro de la desgracia, saber dónde podían ir a visitar a sus muertos. Muchos de los familiares de tantísimos asesinados como los nuestros llevan la pena en el corazón de que nunca sabrán dónde buscar a los suyos. Para ellos, un abrazo y nuestra solidaridad.