Tenía 35 años. Su vida había sido muy dura. Torrellas había tenido siempre pocos recursos para mantener a una población que sólo contaba para subsistir con la agricultura y que, en épocas de malas cosechas, veía el éxodo de quienes buscaban mejores condiciones de vida en las ciudades.
El mismo había tenido que buscarse la vida en múltiples trabajos como jornalero, sobre todo en la construcción de vías para la estación de ferrocarril de La Nava. Otros muchos formaban cuadrillas de segadores que marchaban a las tierras altas de Soria para la siega, después de haber realizado ésta en el pueblo. Recordaba los abusos de los patronos que sólo contrataban a quienes les parecían más dóciles, las muchas horas trabajadas de sol a sol y pagadas con una miseria, los despidos improcedentes…hasta que llegó la República. Entonces las cosas habían empezado a mejorar.
Luis se había afiliado a la UGT, como otros muchos vecinos del pueblo. Así, pensaba, podría ayudar a mejorar las durísimas condiciones de trabajo de los obreros del campo, los olvidados. Junto con otros compañeros del sindicato había organizado la Bolsa de Trabajo, evitando que los patronos contrataran a su antojo. Habían conseguido la jornada de 8 horas siendo consideradas extraordinarias las que superasen este horario y, por tanto, mejor remuneradas.
Eran cambios importantes, aunque las reformas eran lentas y quedaban aún muy lejos de lo que verdaderamente consideraban justo. Sin embargo, la República había sido un soplo de aire fresco, una esperanza de cambio que había mejorado su vida y la de la mayoría de los vecinos. El ayuntamiento procuraba paliar el paro con todas las obras públicas posibles: abastecimiento de aguas, construcción de caminos vecinales, reparación de calles, construcción de un lavadero…
¡Qué lejos quedaba ya aquel 14 de abril de 1931! La gente abrazándose, celebrando el triunfo de la República por las calles, la bandera republicana luciendo orgullosa en el balcón del ayuntamiento, los nuevos nombres de las calles… El era uno de los muchos vecinos que habían vitoreado a Marcelino, el alguacil, cuando había cambiado el rótulo de la Plaza Mayor por el de “Plaza de la República”.
Ahora Torrellas parecía un pueblo fantasma. Las calles desiertas, las puertas habitualmente abiertas a todos estaban atrancadas por dentro, el miedo se podía oler en el aire. Seis falangistas armados con fusiles y pistolas lo llevaban de camino al cuartelillo de la guardia civil. No le dieron tiempo apenas para despedirse de su mujer y de sus dos hijos, ambos muy pequeños. “Tranquilo, sólo te vamos a hacer unas preguntas”, le habían dicho mientras se reían como si compartieran una broma macabra entre ellos.
Luis sabía que no volvería a ver a los suyos. Esa noche, en el monte, mientras sus asesinos apuntaban sus armas, su puño izquierdo, moreno de soles, endurecido por el trabajo, se alzó por última vez contra la injusticia.
El mismo había tenido que buscarse la vida en múltiples trabajos como jornalero, sobre todo en la construcción de vías para la estación de ferrocarril de La Nava. Otros muchos formaban cuadrillas de segadores que marchaban a las tierras altas de Soria para la siega, después de haber realizado ésta en el pueblo. Recordaba los abusos de los patronos que sólo contrataban a quienes les parecían más dóciles, las muchas horas trabajadas de sol a sol y pagadas con una miseria, los despidos improcedentes…hasta que llegó la República. Entonces las cosas habían empezado a mejorar.
Luis se había afiliado a la UGT, como otros muchos vecinos del pueblo. Así, pensaba, podría ayudar a mejorar las durísimas condiciones de trabajo de los obreros del campo, los olvidados. Junto con otros compañeros del sindicato había organizado la Bolsa de Trabajo, evitando que los patronos contrataran a su antojo. Habían conseguido la jornada de 8 horas siendo consideradas extraordinarias las que superasen este horario y, por tanto, mejor remuneradas.
Eran cambios importantes, aunque las reformas eran lentas y quedaban aún muy lejos de lo que verdaderamente consideraban justo. Sin embargo, la República había sido un soplo de aire fresco, una esperanza de cambio que había mejorado su vida y la de la mayoría de los vecinos. El ayuntamiento procuraba paliar el paro con todas las obras públicas posibles: abastecimiento de aguas, construcción de caminos vecinales, reparación de calles, construcción de un lavadero…
¡Qué lejos quedaba ya aquel 14 de abril de 1931! La gente abrazándose, celebrando el triunfo de la República por las calles, la bandera republicana luciendo orgullosa en el balcón del ayuntamiento, los nuevos nombres de las calles… El era uno de los muchos vecinos que habían vitoreado a Marcelino, el alguacil, cuando había cambiado el rótulo de la Plaza Mayor por el de “Plaza de la República”.
Ahora Torrellas parecía un pueblo fantasma. Las calles desiertas, las puertas habitualmente abiertas a todos estaban atrancadas por dentro, el miedo se podía oler en el aire. Seis falangistas armados con fusiles y pistolas lo llevaban de camino al cuartelillo de la guardia civil. No le dieron tiempo apenas para despedirse de su mujer y de sus dos hijos, ambos muy pequeños. “Tranquilo, sólo te vamos a hacer unas preguntas”, le habían dicho mientras se reían como si compartieran una broma macabra entre ellos.
Luis sabía que no volvería a ver a los suyos. Esa noche, en el monte, mientras sus asesinos apuntaban sus armas, su puño izquierdo, moreno de soles, endurecido por el trabajo, se alzó por última vez contra la injusticia.
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