Ha llegado el momento de "ponerles caras" a nuestros fusilados de Torrellas. Todos valían por igual pero voy a comenzar por el que para mi es el primero.
Feliciano era un campesino con algún pequeño "corro" de tierra, como llaman en Torrellas a una pequeña parcela de tierra cultivable. Nada importante, puesto que tenía que emplearse como jornalero, como tantos otros agricultores de la comarca, para sacar adelante a su familia.
Debía de tener cierta formación y cultura, cosa no muy habitual en los de su condición en una época de altísimas tasas de analfabetismo. Los niños abandonaban muy temprano la escuela para trabajar en el campo. Las niñas solían hacerlo para colocarse a servir en las casas pudientes. Mi abuela solía decirme de pequeño que "el abuelo tenía muy buena letra".
El caso es que ese bagaje cultural debió hacerle tomar muy pronto conciencia de las desigualdades en el campo. Por eso estaba afiliado a la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, adscrita a la Unión General de Trabajadores, que de esta manera implantaba el sindicalismo socialista en el medio rural.
Uno de las mayores logros de mi abuelo como sindicalista fue el de ejercer de representante de los trabajadores en la Bolsa de Trabajo de Torrellas. Su cometido consistía en obligar a los patronos a contratar a los obreros según un turno riguroso, eliminando así la contratación libre que había sido un instrumento de control social hasta entonces en manos de los grandes propietarios.
Feliciano, junto con otros dirigentes de la UGT habían conseguido también la jornada de trabajo de 8 horas, la eliminación del trabajo a destajo y la fijación del jornal regulador del obrero en 65 céntimos por hora. "Por eso lo mataron", repetía mi abuela, "por pedir unos céntimos de más".
Por si eso fuera poco, había sido elegido concejal del ayuntamiento en 1933 junto a otros dos socialistas como él. En 1934, fueron destituidos de su cargo tras la depuración generalizada de concejales y cargos socialistas y de la UGT a causa de la participación del sindicato en la tristemente famosa Revolución de Asturias. El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 los había restituido en sus puestos.
Todas estas cosas, de las que no me cabe duda que se sentía orgulloso, le pasaban por la cabeza el día 19 de octubre de ese año. Se encontraba con mi abuela, vendimiando cerca de la carretera de Agreda. Seguramente estaban inquietos pues durante horas no habían dejado de pasar coches en uno u otro sentido. Aquello, en una época en que sólo los ricos y la guardia civil disponían de ellos, no presagiaba nada bueno. Ya habían asesinado a varios alcaldes y concejales de la comarca. Otros simplemente habían "desaparecido".
Es probable que la idea de huir por el monte hacia la zona controlada por la República le hubiese pasado por la cabeza. Algunos ya lo habían hecho. Pero una mezcla de miedo por su mujer y por su hija de dos años -ni siquiera mi abuela debía ser consciente aún de que estaba embarazada ya de mi madre-, de responsabilidad hacia su cargo en el ayuntamiento y de ingenua confianza en sus vecinos -"yo no le he hecho ningún mal a nadie, nadie me lo tiene que hacer a mi"-, le habían hecho quedarse en su puesto. Pero él, en el fondo de su alma, sabía que tenía todas las de perder.
"Vámonos, Feliciano", le dijo mi abuela cada vez más angustiada. Volvieron al pueblo deprisa intentando ahuyentar sus temores. Estos se hicieron realidad poco después. Vinieron a buscarle la guardia civil y un piquete de paisanos que no eran del pueblo. Debían de ser falangistas de Cervera del Río Alhama, un cercano pueblo riojano. Lo llevaron al cuartel pero volvió al cabo de poco. Más tarde regresaron a buscarle. Esta vez ya no volvió.
Cuando pienso en la angustia que sentiría junto al muro de aquella casilla en el monte, bajo la luz de los faros del camión, junto a sus compañeros, sabiendo que ya no volvería a ver a su familia, sintiendo que terminaba su sueño igualitario, me gustaría creer que murió con un "¡Viva la Republica!" en los labios.
Aunque no fuera así, para mi madre, para mis hermanos y para mi fue un héroe. No de esos de película a los que todo les sale redondo. Lo suyo no podía acabar bien. Tenía demasidos enemigos en contra, los ricos que no querían perder sus privilegios, la guardia civil plegada a los intereses de los oligarcas, los curas ultramontanos salvadores de almas, la incultura y la sinrazón. La España oscura y reaccionaria de siempre.
¡Te recordamos siempre con orgullo, abuelo!
Feliciano era un campesino con algún pequeño "corro" de tierra, como llaman en Torrellas a una pequeña parcela de tierra cultivable. Nada importante, puesto que tenía que emplearse como jornalero, como tantos otros agricultores de la comarca, para sacar adelante a su familia.
Debía de tener cierta formación y cultura, cosa no muy habitual en los de su condición en una época de altísimas tasas de analfabetismo. Los niños abandonaban muy temprano la escuela para trabajar en el campo. Las niñas solían hacerlo para colocarse a servir en las casas pudientes. Mi abuela solía decirme de pequeño que "el abuelo tenía muy buena letra".
El caso es que ese bagaje cultural debió hacerle tomar muy pronto conciencia de las desigualdades en el campo. Por eso estaba afiliado a la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, adscrita a la Unión General de Trabajadores, que de esta manera implantaba el sindicalismo socialista en el medio rural.
Uno de las mayores logros de mi abuelo como sindicalista fue el de ejercer de representante de los trabajadores en la Bolsa de Trabajo de Torrellas. Su cometido consistía en obligar a los patronos a contratar a los obreros según un turno riguroso, eliminando así la contratación libre que había sido un instrumento de control social hasta entonces en manos de los grandes propietarios.
Feliciano, junto con otros dirigentes de la UGT habían conseguido también la jornada de trabajo de 8 horas, la eliminación del trabajo a destajo y la fijación del jornal regulador del obrero en 65 céntimos por hora. "Por eso lo mataron", repetía mi abuela, "por pedir unos céntimos de más".
Por si eso fuera poco, había sido elegido concejal del ayuntamiento en 1933 junto a otros dos socialistas como él. En 1934, fueron destituidos de su cargo tras la depuración generalizada de concejales y cargos socialistas y de la UGT a causa de la participación del sindicato en la tristemente famosa Revolución de Asturias. El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 los había restituido en sus puestos.
Todas estas cosas, de las que no me cabe duda que se sentía orgulloso, le pasaban por la cabeza el día 19 de octubre de ese año. Se encontraba con mi abuela, vendimiando cerca de la carretera de Agreda. Seguramente estaban inquietos pues durante horas no habían dejado de pasar coches en uno u otro sentido. Aquello, en una época en que sólo los ricos y la guardia civil disponían de ellos, no presagiaba nada bueno. Ya habían asesinado a varios alcaldes y concejales de la comarca. Otros simplemente habían "desaparecido".
Es probable que la idea de huir por el monte hacia la zona controlada por la República le hubiese pasado por la cabeza. Algunos ya lo habían hecho. Pero una mezcla de miedo por su mujer y por su hija de dos años -ni siquiera mi abuela debía ser consciente aún de que estaba embarazada ya de mi madre-, de responsabilidad hacia su cargo en el ayuntamiento y de ingenua confianza en sus vecinos -"yo no le he hecho ningún mal a nadie, nadie me lo tiene que hacer a mi"-, le habían hecho quedarse en su puesto. Pero él, en el fondo de su alma, sabía que tenía todas las de perder.
"Vámonos, Feliciano", le dijo mi abuela cada vez más angustiada. Volvieron al pueblo deprisa intentando ahuyentar sus temores. Estos se hicieron realidad poco después. Vinieron a buscarle la guardia civil y un piquete de paisanos que no eran del pueblo. Debían de ser falangistas de Cervera del Río Alhama, un cercano pueblo riojano. Lo llevaron al cuartel pero volvió al cabo de poco. Más tarde regresaron a buscarle. Esta vez ya no volvió.
Cuando pienso en la angustia que sentiría junto al muro de aquella casilla en el monte, bajo la luz de los faros del camión, junto a sus compañeros, sabiendo que ya no volvería a ver a su familia, sintiendo que terminaba su sueño igualitario, me gustaría creer que murió con un "¡Viva la Republica!" en los labios.
Aunque no fuera así, para mi madre, para mis hermanos y para mi fue un héroe. No de esos de película a los que todo les sale redondo. Lo suyo no podía acabar bien. Tenía demasidos enemigos en contra, los ricos que no querían perder sus privilegios, la guardia civil plegada a los intereses de los oligarcas, los curas ultramontanos salvadores de almas, la incultura y la sinrazón. La España oscura y reaccionaria de siempre.
¡Te recordamos siempre con orgullo, abuelo!
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