.post blockquote { width:275px; margin: 10px 0 10px 50px; padding: 10px; text-align: justify; font-size:15px; color: #e1771e; background: transparent; border-left: 5px solid #e1771e; } blockquote { border-left:3px solid #CCCCCC; color:#776666; font-style:italic; padding-left:0.75em; } Fusilados de Torrellas: febrero 2009 http-equiv="Content-Type" content="text/html; charset=UTF-8" />

Luis Torres, el sindicalista.


Tenía 35 años. Su vida había sido muy dura. Torrellas había tenido siempre pocos recursos para mantener a una población que sólo contaba para subsistir con la agricultura y que, en épocas de malas cosechas, veía el éxodo de quienes buscaban mejores condiciones de vida en las ciudades.
El mismo había tenido que buscarse la vida en múltiples trabajos como jornalero, sobre todo en la construcción de vías para la estación de ferrocarril de La Nava. Otros muchos formaban cuadrillas de segadores que marchaban a las tierras altas de Soria para la siega, después de haber realizado ésta en el pueblo. Recordaba los abusos de los patronos que sólo contrataban a quienes les parecían más dóciles, las muchas horas trabajadas de sol a sol y pagadas con una miseria, los despidos improcedentes…hasta que llegó la República. Entonces las cosas habían empezado a mejorar.
Luis se había afiliado a la UGT, como otros muchos vecinos del pueblo. Así, pensaba, podría ayudar a mejorar las durísimas condiciones de trabajo de los obreros del campo, los olvidados. Junto con otros compañeros del sindicato había organizado la Bolsa de Trabajo, evitando que los patronos contrataran a su antojo. Habían conseguido la jornada de 8 horas siendo consideradas extraordinarias las que superasen este horario y, por tanto, mejor remuneradas.
Eran cambios importantes, aunque las reformas eran lentas y quedaban aún muy lejos de lo que verdaderamente consideraban justo. Sin embargo, la República había sido un soplo de aire fresco, una esperanza de cambio que había mejorado su vida y la de la mayoría de los vecinos. El ayuntamiento procuraba paliar el paro con todas las obras públicas posibles: abastecimiento de aguas, construcción de caminos vecinales, reparación de calles, construcción de un lavadero…
¡Qué lejos quedaba ya aquel 14 de abril de 1931! La gente abrazándose, celebrando el triunfo de la República por las calles, la bandera republicana luciendo orgullosa en el balcón del ayuntamiento, los nuevos nombres de las calles… El era uno de los muchos vecinos que habían vitoreado a Marcelino, el alguacil, cuando había cambiado el rótulo de la Plaza Mayor por el de “Plaza de la República”.
Ahora Torrellas parecía un pueblo fantasma. Las calles desiertas, las puertas habitualmente abiertas a todos estaban atrancadas por dentro, el miedo se podía oler en el aire. Seis falangistas armados con fusiles y pistolas lo llevaban de camino al cuartelillo de la guardia civil. No le dieron tiempo apenas para despedirse de su mujer y de sus dos hijos, ambos muy pequeños. “Tranquilo, sólo te vamos a hacer unas preguntas”, le habían dicho mientras se reían como si compartieran una broma macabra entre ellos.
Luis sabía que no volvería a ver a los suyos. Esa noche, en el monte, mientras sus asesinos apuntaban sus armas, su puño izquierdo, moreno de soles, endurecido por el trabajo, se alzó por última vez contra la injusticia.


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El bufón se ríe de la Memoria Histórica



Aunque se sale en cierto sentido de la línea que llevo en este blog, no puedo por menos que introducir esta entrada, indignado por la enésima burla del bufón Berlusconi hacia la dignidad humana, hacia los miles de desaparecidos de la dictadura argentina, hacia las heróicas madres y abuelas de la Plaza de Mayo, hacia todos los que tenemos que lamentar la pérdida de nuestros seres queridos a manos de gobiernos militares fascistas.
A nadie, salvo a un sinvergüenza o a un retrasado mental se le ocurriría burlarse como lo hizo del sinnúmero de personas asesinadas en los vuelos de la muerte de la dictadura argentina (1976-1983). A nadie salvo a un paniaguado se le ocurriría reirle la gracia como lo hizo el que estaba detrás, que se parte ante el chiste del bufón.
Pedir perdón es inexcusable, pero no es suficiente. Que se vaya ya.

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Gregorio Torres, el alcalde.


Lo habían detenido en la Plaza, a la vista de todos. Nadie había intentado defenderle, nadie había movido un dedo por él. Era lo que más le dolía al Alcalde de Torrellas, alguien que se había dejado la vida por el pueblo y por los vecinos. Alguien generoso como pocos, que había prestado dinero a muchos sin importarle su ideología. Ahora veía Gregorio con claridad que el miedo había paralizado a la mayoría que, temerosos y avergonzados, esperaban que la tormenta pasase sin afectarles. Otros, quienes estaban con los fascistas pero no se habían atrevido a ir a por él de frente, ya estarían celebrando su detención e incluso habría quien se frotara las manos pensando que ya no tendría que devolver el dinero prestado.
Había sido depuesto de la alcaldía cuatro días después del golpe fascista. Cuando se presentó en el ayuntamiento el comandante de puesto de la guardia civil, Gregorio le exigió que se pusiera a su disposición pues él, como alcalde, era la máxima autoridad elegida por el pueblo. El guardia civil se negó, diciéndole que tenía “órdenes superiores de destituir al ayuntamiento”. Poco después impusieron una nueva corporación compuesta por elementos de la derecha de Torrellas, partidarios del golpe de estado.
Gregorio había permanecido en el pueblo, confiado en que nada malo le iba a pasar, pues consideraba que él sólo había cumplido el papel que la legalidad republicana le había exigido. Siempre había procurado que el pueblo progresara, luchando para liberarlo de la incultura, del paro y del caciquismo. El mismo podría haber sido uno de éstos, ya que era uno de los labradores más acomodados del pueblo. Pero había optado por militar en la Unión Republicana, el partido republicano situado más a la izquierda, cercano a los socialistas con quienes se había presentado al ayuntamiento en la coalición del Frente Popular.
Mientras salía de la casa cuartel de la guardia civil no dejaba de pensar en la ironía de que ese edificio había sido construido a expensas del ayuntamiento de Torrellas y que él personalmente había luchado mucho por su mantenimiento a pesar de los gastos enormes que suponía. Un cuerpo creado para la protección del pueblo y de las leyes se revolvía ahora contra él, adhiriéndose a los sublevados que no respetaban ninguna.
Cuando le hicieron bajar del camión en pleno monte y siendo ya noche cerrada ya sabía lo que le esperaba. Tras caminar unos pocos pasos le hicieron detenerse junto a la tapia de una casilla para guardar el ganado. Cuando se dio la vuelta y sus ojos pudieron adaptarse al reflejo de los faros la sangre se le heló en las venas. Junto a él se hallaba Marcelino, el alguacil, que lo miraba con ojos de espanto. “¿Qué vais a hacer, cobardes?” les increpó con rabia a los del pelotón de ejecución. “¡Matadme a mi, pero no a él, que es un crío y no tiene culpa de nada!”.
Vale más no saber qué le responderían aquellos asesinos cuyas carcajadas siniestras resonaron contra la pared de adobe. Dicen que Gregorio, segundos antes de que las balas le segaran la vida , lanzó un viva a la Virgen del Pilar y a la República.


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Marcelino Navarro, el alguacil.


El agudo sonido de la trompetilla resonó en la Plaza Mayor de Torrellas, aunque sus ecos llegaban también, amortiguados, a las últimas casas del pueblo. Marcelino, el alguacil, carraspeó antes de dar lectura al “bando” municipal de ese día. “¡Se hace saber…!” eran las palabras con las que siempre comenzaba sus pregones. Como siempre también muchos curiosos se acercaban para estar bien informados. Otros esperaban a que terminase para comentar lo escuchado.
Esta era quizás la parte de su trabajo de la que se sentía más orgulloso Marcelino, un trabajo que tenía en realidad múltiples y variados oficios, entre ellos relojero del reloj municipal al que subía a dar cuerda, vigilante del servicio de aguas y del alumbrado de las calles, y un sinfín de tareas por las que cobraba del ayuntamiento unas pocas pesetas. A pesar de ello, sabía que servía al pueblo y a sus vecinos y esa conciencia de sentirse útil le recompensaba más que la magra paga que recibía.
Además, tenía como alguacil cierta autoridad moral entre los vecinos y era respetado siempre en cuantas advertencias o recomendaciones pudiera realizar, en atención a los servicios y órdenes municipales. Eso no quitaba para que, en ocasiones, su tarea pudiera resultar algo enojosa y antipática, pues era él quien daba la cara para el cumplimiento de una norma o acción ordenada por el alcalde.
Nada de eso le impedía llevarse bien con todos en un pueblo donde tabernas y cafés, principales lugares de ocio y de sociabilidad, se distinguían por la posición económica e ideológica de quienes iban a ellos. Estaba el Café de los monárquicos en la plaza de la iglesia y el Café Moderno, también llamado Republicano, en la plaza mayor. Era a éste último al que solía acudir Marcelino en algún rato libre. De todos era sabida su amistad con republicanos y gentes de izquierdas del pueblo, especialmente con muchos afiliados a la UGT con los que compartía la ilusión de conseguir un mundo mejor y más justo pero que no terminaban de convencerle para que se afiliara.
Así transcurría la vida de un chico joven y soltero, para quien las preocupaciones de la vida adulta estaban aún muy lejos, lleno de ilusiones para el futuro e inconsciente de lo que se venía encima.
El alcalde y los concejales socialistas habían sido depuestos por los golpistas varias semanas atrás. Así los habían neutralizado para evitar que reorganizasen al pueblo, desorientado frente al golpe. A él también lo habían depurado de su cargo de alguacil, aunque todos sabían que trabajar para el ayuntamiento no significaba que él fuera un frentepopulista practicante.
A pesar de todo se encontraba aquella tarde de octubre en casa, junto a sus padres y sus hermanos. La puerta, siempre abierta, dejó paso a tres o cuatro desconocidos que gritaron su nombre: “¡Marcelino Navarro Torres, que baje!”. Al oírlos, uno de los hermanos mayores descendió las escaleras para encontrarse con aquellos hombres armados, cuyas camisas azules y correajes cruzados los delataban como falangistas. “¿Qué queréis?”, les preguntó irritado por aquella intromisión y los malos modos que demostraban. Por toda respuesta, el que parecía ser el cabecilla le puso una pistola en la cabeza mientras le empujaba hacia la calle. Afuera, alguien gritó: “¡No, ese no es, es otro más pequeño!”. Entonces se presentó Marcelino, diciendo “Yo soy el que buscáis”. Cuando se lo llevaban, su madre le quiso dar una chaqueta pues ya refrescaba. “No le va a hacer falta”, dijo desdeñoso uno de los miembros de la cuadrilla.
Aquella misma noche le asesinaron. Dicen que quienes están a punto de morir recuerdan nítidamente los acontecimientos de toda su vida. A Marcelino le debió costar poco tiempo el hacerlo. Sólo tenía 17 años. Y toda la vida por delante.


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