
"¡Hija mía! ¡No me la quiten! Por compasión, no me la roben. ¡Que la maten conmigo! ¡Me la quiero llevar al otro mundo! ¡No quiero dejar a mi hija con esos verdugos!".
Cárcel de Torrero (Zaragoza), 22 de septiembre de 1937, antes del fusilamiento de Selina Casas -de la que se decía que era la mujer de un anarquista llamado Durruti- y Margarita Navascués.
“Se había entablado una lucha feroz: los guardias que intentaban arrancar a viva fuerza las criaturas del pecho y brazos de sus madres y las pobres madres que defendían sus tesoros a brazo partido. Jamás pensé que hubiese tenido que presenciar escena semejante en un país civilizado".
Así, horrorizado por lo que acababa de ver, alejándose de allí “caminando como un autómata” después de que el teniente descargara los tiros de gracia, describió en sus memorias el fraile capuchino Gumersindo de Estella, capellán de la cárcel de Torrero, en Zaragoza, los gritos desesperados de dos madres, dos presas republicanas a las que acababan de robarles a sus hijos.

Este no fue, ni mucho menos, un hecho aislado. Aunque quizás es el menos conocido, sin duda constituye el más atroz de los mecanismos de represión de la dictadura franquista hacia los vencidos republicanos, especialmente en la inmediata posguerra. La causa contra el franquismo iniciada por el juez Baltasar Garzón, de la que ha tenido que inhibirse por las presiones del gobierno socialista y de los magistrados conservadores de la Audiencia Nacional le ha puesto un número a esos secuestros, al hablar de más de 30.000 niños segregados de sus familias y dados en adopción a personas afectas al Régimen o internados en centros del Auxilio Social, hospicios, conventos o seminarios, en donde se los reeducaba según los ideales del fantasmagórico “Movimiento Nacional”.
Los golpistas de 1936 no sólo pretendían exterminar a sus rivales, como demuestran las más de 150.000 personas enterradas en las fosas comunes que jalonan nuestro país; no sólo pretendían borrar su memoria de la comunidad; no sólo deseaban apoderarse de sus bienes para sufragar sus gastos de guerra y las pensiones a sus caídos. Por encima de todo querían erradicar su ideología. Para conseguirlo, pensaron en quitarles a los republicanos sus hijos para poder sembrar en ellos la doctrina nacionalsindicalista y el odio a las ideas de sus familiares.

El régimen militar de Franco era racista. Los militares golpistas se consideraban parte de una raza hispánica superior (el día nacional se llamaba el día de la Raza), superioridad que les otorgaba el derecho de conquista y sometimiento sobre otras razas inferiores, entre las cuales incluían la raza de los republicanos rojos (término utilizado por la dictadura para designar a todos los que se opusieron al golpe militar y a la dictadura). El ideólogo de tal doctrina era el militar psiquiatra Vallejo Nájera, que dirigía los Servicios Psiquiátricos del Ejército.

Formado en los campos de concentración nazis y asesorado por agentes de la Gestapo, las teorías de Vallejo Nájera, llamado “el Mengele español”, se transformaron en la ideología del régimen. Eran profundamente racistas, contraponiendo la “raza española” (que se caracterizaba por su masculinismo, canto a la fuerza física, nacionalismo extremo y un profundo catolicismo) a la “raza roja” inferior, compuesta de subdesarrollados mentales, psicópatas y degenerados, contaminados por un marxismo, judaísmo y masonismo al cual eran vulnerables las clases populares por su subdesarrollo mental.
Tal inferioridad de raza podía corregirse, “gracias a Dios”, a la temprana edad de la infancia. De ahí que se requiriese que a las madres rojas se les quitaran los infantes para evitar su contaminación y degeneración. La Acción Social de La Falange y la Iglesia jugaron un papel muy importante en esta depuración de la raza “salvando” a los infantes de tal patología que podía transmitirse de madres a hijos.
Para que el asunto se revistiese de “legitimidad”, al poco de acabar la guerra Franco dictó dos leyes, según las cuales la patria potestad de todos los niños que entraban en el Auxilio Social pasaba a manos del Estado, que de esa manera podía cambiarles el nombre y entregarlos a quien quisiese. A otros se los llevaban recién nacidos, horas antes de fusilar a sus madres, de centros como la Cárcel de Torrero de Zaragoza. Y a muchos los fue a raptar al extranjero el Servicio Exterior de la Falange, a menudo, a los campos de concentración donde habían ido a parar los exiliados.

Después de tales robos, a las niñas se las reconducía hacia la vida conventual y a los niños al seminario, para expiar las culpas de sus mayores. A no pocos niños se les falsificó la partida de nacimiento con el concurso de algunos sacerdotes para que fuesen adoptados por unos falsos padres profundamente católicos y afines al régimen, claro ésta, y que deseaban tener niños.
¿Cuántas personas de este país no son quienes creen ser ni vienen de donde creen venir? Según los datos que obran en el sumario, la cifra de hijos de presas tutelados por el Estado llegó en 1955 a casi 31.000, tal y como le comunicó al propio Franco el Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de Penas.
Algunas víctimas recuerdan haber sido entregadas en adopción y devueltas por quienes se los habían llevado hasta cuatro veces, y haber tenido, por tanto, cuatro apellidos diferentes. Y en un documento interno de Auxilio Social se reconoce que el asunto se les está yendo de las manos, porque muchos no se llevan a los niños para criarlos como hijos, sino para trabajar en sus tierras o sus casas prácticamente como esclavos.
Hospicio de Granada en los años cuarenta. Repletos de huérfanos e hijos de presos, había de sobra para que los ladrones de niños pudieran escoger su botín.
Nuestro país se ha acostumbrado a encontrar referentes de injusticias en otros países. Lo que aquí se narra no sucedió solamente en Argentina donde la dictadura militar también hizo “desaparecer” a muchísimos niños. Lo que aquí se narra le ocurrió a miles de españoles que sufrieron la segregación de sus familias y el robo de su identidad.

Nuestro país se ha acostumbrado a encontrar referentes de injusticias en otros países. Lo que aquí se narra no sucedió solamente en Argentina donde la dictadura militar también hizo “desaparecer” a muchísimos niños. Lo que aquí se narra le ocurrió a miles de españoles que sufrieron la segregación de sus familias y el robo de su identidad.
La diferencia con el caso de los “desaparecidos” argentinos es que aquí el sistema fue desarrollado bajo la cobertura de una aparente legalidad, al contrario de lo que décadas después ocurriría en Argentina entre los años 1976 y 1983.
Nuestro país está acostumbrado a considerar el abandono que sufren muchos represaliados por la dictadura una especie de mal necesario, cuando no a verlos como una presencia molesta que enturbia la imagen luminosa que la admirable democracia española quiere dar de sí misma.
Nuestro país está acostumbrado a considerar el abandono que sufren muchos represaliados por la dictadura una especie de mal necesario, cuando no a verlos como una presencia molesta que enturbia la imagen luminosa que la admirable democracia española quiere dar de sí misma.
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Mucho tenemos que aprender de la larga lucha de las Madres y las Abuelas de Mayo argentinas. A 70 años de distancia del final de la guerra civil, muchos "niños rojos" intentan reconstruir la historia de sus vidas: quieren recuperar su pasado.
Honradamente creo que están en su derecho. No se puede tolerar la impunidad de ninguno de los crímenes del franquismo, y menos aún del cometido contra los más inocentes, los “niños rojos”.
Esta entrada está basada en artículos periodísiticos de Natalia Junquera, Vicens Navarro y Benjamín Prado entre otros autores.
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